La caña puede ser considerada como el cante matriz más trascendente del flamenco. Su influencia melódica se percibe indudable, no sólo en muchos cantes menores, sino también en algunos estilos antiguos frecuentemente tomados como originales. Y sin que esto pretenda decir que el polo descienda de la caña, quiero, como ejemplo poner en evidencia la semejanza del estribillo de esta última con el característico ritornello de aquél.
Algunas opiniones prestigiosas sitúan a las soleás y hasta a la siguiriya como anteriores a la caña. Otros flamencólogos afirman, por el contrario, que fué la soleá la que se segregó de aquel cante. Personalmente, pienso que el ritmo de la soleá, proviniente de las más remotas cantiñas bailables, pudo muy bien ser el determinante del compás de la caña, pero que su melodía no ejerció sobre ella influencia alguna, ya que la soleá grande se debió al genio interpretativo de algunos cantaores que vinieron cuando ya hacía tiempo que la caña se practicaba en toda su pureza integral.
En cuanto a la siguiriya -cante de ritmo y melodía totalmente distinto a la caña-, es inútil que se la compare, ya que, como veremos más adelante, tiene su particular genealogía, que por su diferenciado carácter en ningún modo puede ser relacionada con la del cante que ahora nos ocupa.
Algunos teóricos afirman que las raices melódicas de la caña pertenecen al mundo musical árabe. También hay quien presupone que la caña nació de una toná sin guitarra y cantada a coro. Y para valorizar esta opinión, se hace resaltar el carácter monorrítmico y la sencillez tonal de su estribillo. Pero esto no deja de ser una proposición muy problemáticamente demostrable.
La caña, que en sus tercios utiliza y recorre todos los registros de la voz, es dificilísima de cantar y precisa, para ser expresada con pureza, no sólo un perfecto conocimiento del estilo, sino también facultades vocales de expresión.
Curro, Dulce, Silverio y Chacón fueron considerados como los supremos especialistas de la caña, cante que es -aparte las ligeras controversias sobre su absoluta primacía en antigüedad- tronco esencial del cante jondo.
Uno de los cantes jondos andaluces que más se han perdido, y cuya genealogía es más difícil de concretar, es el polo. Raros, rarísimos, son hoy los cantaores que conocen este estilo, tanto que con los dedos de la mano, y sobran dedos, se podrían contar aquellos que saben los secretos de sus tercios. Seguramente fué don Antonio Chacón el último gran especialista del polo, y esto porque aquel cantaor prodigioso parecía haber nacido con un dominio sobrenatural de lo flamenco.
Las raíces del polo se remontan a los más antiguos orígenes del cante andaluz. Para buscar sus balbuceos hay que subir hasta los siglos en que se diseñaban y abocetaban los romances cantados y las cantiñas para bailar. Romances y cantiñas que dieron forma a las tonás andaluzas, cantes aún sin acompañamiento de guitarra, que son posiblemente las más antiguas formas líricas del flamenco de que se tienen noticias.
De estas tonás y de la primitiva y rítmica soleá de baile nació el polo, cante viril y emotivo que tomó pronto carta de naturaleza como estilo y fué cultivado por los mejores cantaores de las diversos épocas, como el Fillo, el Nitri, Curro Dulce y otros. Precisamente fué Curro Dulce el que, para demostrar sus magníficas cualidades de cantaor, aglutinó el polo a la caña, añadiéndoselo al final como macho. Esta forma de caña, con el polo de macho terminal, fué enseguida adoptada por los principales estilistas de la época, y ya desde Silverio a Chacón todos la practicaron.
Pero, así, el polo que se cantaba era el polo natural, esto es, tal y como popularmente se había formado, sin que los cantaores le añadieran demsiadas cosas propias. Fué Tobalo, cantaor de gran estilo y mayores facultades, el que inyectó al polo nueva savia y le dió nueva estructura. Según su gusto y sus posibilidades alargó los tercios, dió más emoción y hondura al treno, varió ciertas figuras de sus melos y con ello lo diferenció totalmente de la caña, y le dió una importancia extraordinaria. Pero, este polo de Tobalo está ya perdido o, al menos, no se encuentra quien lo cante, y sólo se practica, y muy restringidamente, el polo natural, al que, como colofón que dinamiza el cante, se le añade una forma de soleares, a las que se llama soleá apolá.
La soleá está reconocida y proclamada por muchos eruditos folkloristas y músicos como el máximo y primtivo estilo matriz de los cantes flamencos. Y si tenemos en cuenta que el principio fundamental o iniciador y sustentador de toda música ha sido siempre el ritmo, veremos que tal teoría en verdad no es desacertada, ni siquiera demasiado exagerada, ya que la rítmica soleá de baile -de la que tantos y tantos cantes rítmicos se han segregado- se remonta en sus orígenes mucho más lejos en años de lo que puede alcanzar la tan difícil, ardua y llena de trampas, investigación folklórica andaluza.
En principio, parece ser que la soleá, aunque naturalmente cantada, tenía el baile como objetivo esencial. Su letra constaba de sólo tres versos, era movida de tiempo y la melancolía del melos se atenuaba por el dinamismo del compás. Escrita en tono menor, modula luego al relativo mayor.
Estas son las características principales de la antigua soleá de baile, que hoy conocemos con el nombre de soleariya.
Más tarde, los especialistas que cultivaban la soleariya fueron adornando los tercios, alargando y retardando el compás, dando más triste expresividad a la interpretación y, por fin, ya con cuatro versos en la letra, surgió la soleá cantada, la soleá grande, que de Triana, su cuna, pasó a los Puertos, a Jerez y a Cádiz, para que la cantara el Julepe, el Chaquetón, la Parrala, la Sarneta, Paquirri, Joaquín el de la Paula, y todos los grandes cantaores del siglo XIX, los que, prestándole el diferenciado sello de su personalidad, le forjaron su amplia y varia fisonomía estilística.
El cante que se conoce bajo el título las cabales no es otra cosa que una siguiriya cambiá -la célebre siguiriya de la cantaora María Borrico-, y que parece debe su denominación a una anecdota que se atribuye al Fillo. Esta anécdota -verídica o no, muy propagada- cuenta que el Fillo cantó para el gran torero Paquiro toda una serie de seguiriyas, y que Paquiro, entusiasmado y generoso, regaló al gitano estilista una moneda de oro. Al llevarla a cambiar para hacer compras, el cantaor comprobó que la onza había sufrido algunas limaduras rateras y que estaba falta. El Fillo entonces, fué al encuentro de Paquiro y le espetó sin más ni más: "Dígame usted, maestro, ¿le falta algo a mi cante...? Ante la respuesta negativa del torero, tan sorprendido como interrogante, el cantaor añadió: "¿Eran cabales las siguiriyas que ayer le cante...?" Y, después de la segunda afirmación de Paquiro, el Fillo agregó: "Y bien, yo le he dado una buena moneda. Una moneda cabal, en tanto que la de usted está falta". Desde entonces, se llaman cabales las siguiriyas cambiás.
El fandango es uno de los cantes más generalizados del folcklore del Sur. Su origen antiquísimo quizás pueda buscarse en las cantiñas que, en los siglos que siguieron a la expulsión de los árabes, se extendieron por todas las provincias de Andalucía.
En alguna de estas provincias, el fandango, sin perder demasiado sus características esenciales, adquirió una fisionomía, una personalidad claramente diferenciada, surgiendo así los diversos estilos de Málaga, Granada, Lucena, Alosno, Huelva, etc.
Por otra parte, el fandango no sólo tomó carta de naturaleza en Andalucía, sino que también arraigó en otras regiones españolas, y, como baile -baile en tres por ocho y de ritmo claro-, llegó a alcanzar envidiable hegemonía en la España goyesca de los primeros años del ochocientos.
Como hemos dicho antes, muchas de las provincias andaluzas tienen su fandango: Málaga, Huelva, Alosno en Granada y Lucena de Córdoba. Entre estos estilos, los más trascendentales son los de Lucena y los de Huelva. Estos últimos, son cantes entre ingenuos y maliciosos, siguiendo la construcción del fandango clásico en cuanto a estructura, pero su melodía es original y personalísima.
El origen racial de los tientos se ha prestado a las más encontradas opiniones. Mientras algunos teóricos aseguran que los tientos constituyen un cante genuinamente gitano, traído por las primeras caravanas nómadas que se afincaron en España y que cantaban y bailaban apoyados rítmicamente en el antiguo "son" de la tradicional tambura de Oriente, otros tratadistas afirman como indudable su ascendencia árabe, apoyándose para su proposición en cierta similitud de compás que los tientos tienen con algunas danzas moras.
Nada más lejos de mi ánimo que hacer de juez en esta controversia; lo que sí dire es que los tientos, melódicamente y tal como hoy se cantan, acusan gran semejanza con ciertas modalidades de las soleares, y que, como baile, es de grandeza dramática casi ritual, en la que la dignidad de los gestos, la plástica de la actitud, evoca un sentimiento de litúrgica expresión alejado en sus giros y movimientos de todo contorsionismo, de cualquier prurito virtuosístico.
El Marruco, viejo cantaor gitano que tuvo gran prestigio en su tiempo, fue quizás el primer famoso especialista de los tientos. Más tarde, el célebre Manuel Torres, el cantaor gitano de más rajo o emotividad expresiva que se recuerda, el que, según la frase poética de García Lorca, "tenía tronco de Faraón", hizo de los tientos uno de sus estilos favoritos, ganando definitivamente para este cante la mejor popularidad.
El mirabrás es uno de los cantes con baile más importantes del folklore flamenco. Estilo de vibrátil ritmo, ondulante como un tirabuzón, elegante y airoso, basa su origen en antiguas cantiñas de baile, en las antiguas soleares de baile, aglutinadas y reunidas para formar un solo cante.
El mirabrás contiene el suave y grácil acento de la baja Andalucía, y el nervio y la fuerza, llena de sugerencias, de la alta Andalucía campera.
Cante para el reposo de la faena, mientras el sol se desgrana; baile para el corro flamenco de un patio andaluz, cante para dicho, insinuando amores; baile para habarnos de pasión despierta, el mirabrás juega, en flamenco juego de ardor, su doble perfil, su cara y su cruz...
Romero el Tito, fue un cantaor muy popular en los cafés cantantes del siglo XIX; sobre todo, de los cafés cantantes de la baja Andalucía, ya que fue cantaor de plantilla en los sevillanísimos Burrero y Café de Silverio, y también cantó con mucha frecuencia en Cádiz, en los Puertos y Sanlúcar de Barrameda.
Estilista de instinto rítmico inimitable, tuvo estilo propio inconfundible, haciendo de los cantes con baile creaciones realmente personales. Por sus giros rítmicos, por la firmeza rotunda de su compás, era el cantaor preferido por las bailaoras de tronío, que lo llamaban de todas partes. De la garganta de Romero el Tito, las bulerías, las alegrías, los tangos surgían ya hechos baile.
Por esto, Romero no cesaba de buscar incansable, nuevos ritmos o siquiera variantes para sus cantes con baile. Así, en una de sus estancias en Sanlúcar de Barrameda encontró el torrijos, cante ligero que el pueblo había adoptado justamente en aquellos años. Así, de una antigua cantiña hizo o recreó un estilo bailable, al que aplicó su propio apellido, titulándolo romera.
Cante dinámico y valiente, la romera se popularizó muy pronto, siendo muchos los cantaores que la han cultivado y cultivan como cante independendiente.
Parece ser que los actuales caracoles proceden de una antigua cantiña titulada "La caracolera", cantiña, naturalmente, bailable y que los cantaores fueron agrandando, añadiéndole tercios o fundiendo con ellas otras cantiñas.
Posiblemente fue el señor José, el de Sanlúcar, el primero que dio importancia al estilo, siendo luego el gran don Antonio Chacón -el gran payo como le llamaban los cantaores gitanos- su máximo mantenedor y su propagador genial.
Según algunos teóricos, para proclamar el origen árabe del tango flamenco, no hay sino comparar su ritmo monótono, uniforme y lento -tan distinto de los complicados contraritmos de las palmas gitanas- con el compás simple de algunas danzas moras. De todas maneras, esto es insuficiente, y para muchos, fuere cual fuere su génesis, la historia del tango flamenco -que se bailó mucho antes que naciera la bulería- se reduce a su natural evolución como estilo al pasar por las distintas épocas y sus diversos cultivadores. En este aspecto puede decirse que el melos de las soleares ha ejercido sobre él gran influencia, hasta el punto que muchos proclaman el tango flamenco como un derivado de la soleá.
Como se ha dicho antes, el tango flamenco es pausado, y como baile, en sus actitudes y en sus gestos tiene -como los tientos- la fisonomía trascendente de una danza ritual.
Las características de su plástica parecen evocar la mímica oriental, y en su marcado sensualismo, y la expresividad del movimiento de los brazos, nos hace pensar en una civilización y un arte al que nos ligan poderosas raíces.
Cante netamente puro del Sur, claro y sencillo, las livianas no acusan influencias árabe o hebrea alguna, y así sus tercios y sus trenos, desprovistos de melismas y bordaduras, hablan directamente, con emoción ingenua, con la auténtica voz del campo andaluz. Porque, sobre todo, la liviana originalmente es un cante campero. Cante que nació sin guitarra, sin ningún acompañamiento, en la garganta del campesino, estoico en su esfuerzo bajo el sol de fuego del estío, en los momentos de descanso, cuando el trabajador andaluz siente la necesidad de cantar. Tambie puede pensarse que fuese un "cante arriero" y que su nombre fuese tomado del liviano, asno puntero y conductor de la reata. Por este aroma campesino que desprende, los cantaores profesionales no tardaron en adoptarlo, añadiéndole un acompañamiento de guitarra que seguía el ritmo de la siguiriya. Pero los primeros que hicieron suyo este cante, esto es, no le dieron aún categoría de estilo autónomo, sino que cantaron la liviana como preludio o preparación de otro estilo campero de gran aliento: la serrana. Así, serrana y liviana se fundieron en un cante único, con ritmo guitarrístico siguiriyero y que precisaba, para ser cantado, de especialistas con excepcionales facultades.
Después la liviana se fué perdiendo, practicándose solo la serrana; pero, afortunadamente, algunos viejos cantaores la han conservado, y hoy llega a nosotros como un cante individual, con todo su sabor popular y campesino y con la bastante fuerza emotiva para que creamos afortunada su resurrección.
La serrana es cante campero de toda Andalucía. Por eso, la serrana también vivió en los viñedos jerezanos, donde el Sota, el mentor por serranas del genial Antonio Chacón, las llevo al extremo de su arte. Después, la serrana del campo pasó a las ciudades y buscó en las seis cuerdas de la guitarra rítmico apoyo para su treno, y así nos llega hoy agreste y bravía, con el recuerdo ardiente del resol de las vendimias, como el más bello exponente de la musa popular campera.
Cuando la faena de la siega ha sido ya cumplida, al término de la jornada, surge el cante, el antiguo, sencillo y claro cante de trilla.
El cante de trilla, que melódicamente tiene una sorprendente semejanza con la nana, no es un cante exclusivamente andaluz. En la misma Castilla, existen cantes de trilla genuinos.
La conformación melódica de la trilla andaluza, más lineal que melismática, es de pura creación hispana.
El cante de trila no tiene apoyo de compás con la guitarra y su ritmo se sostiene con el solo acompañamiento de los agudos y claros cascabeles prendidos en los arreos de las caballerías y de las voces arrieras con que se anima y estimula el trabajo de las bestias.
La nana andaluza, de personalidad claramente definida, es posiblemente una de las más antiguas formas de estas berceuses populares, y quizá haya influenciado en cierto modo el desarrollo melódico de las algunas otras provincias menos ricas en diversidad folklórica inspiradora.
Por otra parte, la nana andaluza en esencia puede ser considerada como cante flamenco, pero no en presencia, ya que su conformación lineal, desprovista de melismáticos adornos, no guarda relación con las características de la mayoría de lo estilos que se integran en aquel enunciado.
Así, la nana andaluza puede creerse flamenca en su entraña, en la médida sustancial de su inspiración melódica, pero no en la construcción simple de sus frases musicales, totalmente alejadas de la complicada y larga conformación de los tercios de los cantes jondos.
Es maravillosamente bello el eco idealmente flamenco que late en la voz de la nana; pero el flamenquisimo aquí es sólo eso: un eco; un soplo de vivificante expresividad que da aliento, acento poético y fisionomía a la insinuante y amorosa canción materna.
Habitualmente, la nana se canta sin acompañamiento; pero en esta ocasión el talento instrumentístico de Perico el del Lunar, le ha improvisado un sostén rítmico de la guitarra, feliz de tacto y de intención contrapuntística.
La petenera es uno de los cantes más individualizados y autóctonos del folklore andaluz, al que es casi imposible hallarle una genealogía convincente e indiscutible. No ha inspirado, ni influenciado siquiera, a cante posterior alguno, ya que nace y muere en él mismo, y se ha prestado a varias controversias y discusiones sobre sus orígenes entre teóricos y especialistas.
Según algunos folkloristas, la primitiva petenera -la que hoy generalmente se canta en casi una recreación flamenca de la Niña de los Peines- es de origen hebreo. Y para dar firmeza al aserto hablan del posible enraizamiento de su melos con el de los cánticos de las sinagogas establecidas en las antiguas juderías españolas. También ofrecen el ejemplo de viejas letras que insertan nombren semitas. Naturalmente que todo esto no tiene base auténtica suficiente para poderlo sentar como definitivo. Por otra parte, anteriormente hemos visto cómo ciertos tratadistas -sobre todo, el ya citado García Matos- niegan toda influencia hebraica sobre cualquiera de los cantes andaluces.
Frente a la teoría del origen judio de la petenera existe una extensa corriente de opinión que sitúa en Paterna de la Ribera, el nacimiento de aquel cante, que así debería su nombre a una deformación de la palabra "paterna".
Por lo demás, este estilo autóctono e indepediente, desentroncado de todos los otros cantes flamencos, también tiene su leyenda: la historia de la cantaora a la que se presupone creadora del cante, y que está impresionado en la célebre letra:
Quien te puso petenera
no supo ponerte nombre
que te debían de haber puesto
la perdición de los hombres...
Es posible que el melos primitivo de la mariana, con su resonancia oriental, con su compás monótono, con su son de pandero, sea de origen gitano y viniera a Andalucía entre las melopeas que importaron las tribus que primeramente se afincaron en España, igual que ocurrió -que ya hemos dicho que según algunos teóricos- con los tientos, cante con el que la mariana no deja de tener ciertas afinidades. Per nada hay de concreto y seguro en esto, y así sólo nos podemos acoger a la anécdota para señalar sus primicias y su popularización andaluza.
Sería preciso resucitar el espíritu de la Sevilla del siglo XIX para entender la anécdota que explica el nacimiento de la mariana, y cómo aquella Sevia ochocentista, popular y pintoresca a un tiempo, supo dar cuerpo y vida de cante a una simple nota o pincelada callejera.
Esta anécdota describe la aparición por las calles béticas de un transhumante gitano centro europeo que, canturreando una melopea y llevando un compás monótono sobre el parche de un pandero, hacía bailar a una mona vieja y sabía, más ducha en picardías que su propio dueño.
Esta mona, que al parecer bailaba muy ajustada al compás del pandero y en sus gestos acertaba a reflejar con malicia expresiva el sentido de la melopea que el gitano entonaba, se hizo pronto popular y, sin que en realidad se sepa por qué, los sevillanos dieron en llamarla con el nombre de "Mariana".
Pronto la musa popular, compuso coplas sobre esta mariana danzante; coplas o letras que se adaptaron al ritmo y melodía de la melopea que el gitano cantaba, y así, transformándose poco a poco, añadiendo a su carácter oriental -presente een la configuración de su melodía y en el perfil rítmico del compás- la ondulante gracia de los tercios variados del cante andaluz y la chispeante espuma de los punteados de la guitarra, y aglutinando las características de estilo de los diversos cantaores que la cultivaron, la mariana se erigió en cante autónomo, con personalidad diferenciada y que hasta tuvo cantaores especialistas que de ella tomaron sus alías, como el Niño de las Marianas.
Las alboreás nos trane en su nombre evocador el perfume, la poesía y la gracia del mundo gitano andaluz, y mas fundamentalmente al mundo ideal gitano, a su más bello misterio, a la poesía del amor. Porque la alboreá es un cante de boda.
Un cante ritual que antes se cantaba sólo en estas ocasiones y que los viejos gitanos procuraban guardar de las curiosidad paya, para los que debía ser tabú.
La fundamental seriedad que el gitano guarda en el fondo de su alma, su casi tráfica formación temperamental, se muestran vigorosa y reflexivamente en el acto trascendental del casamiento.
Por otra parte, la alboreá es uno de los raros cantes originales del que difícilmente se encuentra antecedentes o ascendencia musicial, y del que sólo en contadísimos casos y en brevísima medida se han nutrido otros estilos.
Una de las formas más antiguas del cante flamenco de que se tienen noticias es muy posible que sean las tonás. Parece ser, según referencias tradicionalmente creídas, que estas teorías pasaron de treinta -Curro Montoya, teórico gitano, habla sólo de siete-, cada una con su subtítulo diferencial o con una calificación reveladora de su importancia. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de las tonás se han ido perdiendo, unas olvidadas y las demás aglutinadas inconsciente o conscientemente a otros cantes. Estas treinta y tantas tonás -volveremos a repetir que es sólo por tradición como se conoce este dato y que es por ello impreciso- han quedado reducidas a la llamada toná grande, a la llamada toná chica y a una toná que denominan del Cristo. Y aun así son rarísimos los cantaores que las conocen y las cultivan.
Algunos teóricos y cantaores han creido que las tonás han sido y son creación gitana. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que los gitanos andaluces, encontrando en las tonás unos cantes que conjugaban idealmente con su peculiar manera de sentir emotivamente el arte, las cultivaron con verdadero amor y le prestaron un calor de vida y un acento dramático, en ellos muy genuino. Posteriormente, los cantaores gitanos, introdujeron algunas tonás en los diversos estilos de la debla, del martinete, de la carcelera y algún otro cante más de los sin guitarra. Con esto, como dije antes, muchas tonás perdieron su fisonomía. Así ocurrió con la toná del Cristo, que don Antonio Chacón aglutinó a un tercio de su saeta.
Para muchos esta peculiaridad de la saeta de Chacón pasó desapercibida y se tomó como una faceta más de su personalidad gigantesca. Pero, afortunadamente, otros más avisados, y entre ellos Perico el del Lunar, identificaron la toná y la recogieron para que se conserve puramente. (Archivos de sonido: tonas.mp3)
Ligeros martillos sobre la bigornia, con claro eco de campanillas. De este martinete emocional y sobrecogedor, cuyos antecedentes inspiradores ha buscado inúltimente Felipe Pedrell entre los antiguos cánticos de las sinagogas hebreas, mientras otros teóricos se han perdido investigando entre las marañas de los motivos islámicos, y mientras el infatigable García Matos buceaba por Extramadura y Salamanca buscándole formales epígonos temáticos, en noble deseo de afirmar concluyentemente su raíz auténticamente hispana.
Pero lo cierto es que los diversos estilos del martinete, entre los que destacan el natural y el redoblao, se han ido sucediendo, con sencillez de creación espontánea, de garganta a garganta, y de corazón a corazón, a través de las fraguas de Andalucía la alta y la baja. (Archivos de sonido: martinete.mp3)
Debla, en el dialecto calé, quiere decir "diosa". Así, los gitanos, al bautizar como debla a esta antigua forma del cante, quisieron proclamarla como la diosa de los estilos flamencos.
Está emparentada con el martinete y la carcelera, y, como estos cantes, es rama de un mismo tronco.
Así la debla, aunque muy parecida al martinete, es en su estructura más amplia, más recargada de melismas, más desolada y más doliente, y así nos llega a través de los siglos con la más tremante y emocional voz del auténtico cante jondo.
Varea el Viejo, y sobre todo el Planeta, célebre cantaor gitano, maestro del no menos célebre Fillo, fueron especialistas excepcionales de la debla, y a ellos se debe su popularización en el siglo XIX.
Es curioso hacer observar que los cantaores cierran cada letra de la debla con las palabras "debla barí" -debla grande-, rindiendo tributo con ello a la excepcional grandeza de este cante. (Archivos de sonido: debla.mp3)
La primitiva saeta -que hoy está casi perdida-, la antigua saeta, que se cantaba en Arcos de la Frontera, que se acompañaba con instrumentos rudimentarios de viento, generalmente construidos por los mismos cantaores, era un canto liso y llano -también se cantaba en un estilo florido y difícil-, de acento religiosamente popular, que acusaba en su contorno melódico una ligera y seguramente inconsciente influencia gregoriana.
Poco a poco los cantaores empezaron a cultivar esa saeta y le fueron añadiendo facetas y tercios de sus cantes preferidos. Así el mundo flamenco penetró en el antiguo canto procesional, que desde entonces mezcló su voz con ecos de siguiriyas y martinetes. (Archivos de sonido: saeta.mp3)
Los cantes de Levante brillan con luz propia entre los diversos estilos del arte jondo. Así, junto con los genuinos cantes gitanos, como la alboreá, junto al estilo de Jerez, serio y puramente flamenco: junto a las alegres cantiñas gaditanas, hechas para el baile, y junto a la emoción trágica de los cantes solitarios como el martinente, la debla, la carcelera y la toná, las formas levantinas del cante tienen una expresividad extraordinaria y un acendrado verbo, tan acusado, que han merecido la dedicación especializada de algunos de los más grandes cantaores.
Los cantes pertenecientes al estilo de Levante son hondos, expresivos y dolorosos. Obedientes a esta ley de jonda emotividad, la taranta gime trágica y desolada: la cartagenera llora su aguda pena, y el taranto desenvuelve su viril aliento rondador. Pero hay en este estilo levantino un cante que, sin perder las características genuinas de dramático acento, ablanda su treno con una ternura dulce y soñadora, como si sus tercios se reclinaran en tenues nostalgias. Este cante es la murciana. La murciana, que comparada con las viriles voces de los otros cantes estilísticos, tiene ecos femeninos, de sutilidad poética. Y no se trata del desgarroso grito del minero, de la rudeza angustiada de su tremenda tarea, ni del sedieno ahogo de los largos y polvorientos caminos tartaneros bajo el sol, sino que la murciana exprime, gota a gota, el agridulce zumo de la huerta, y lima la fuerza trágica de la queja con la espiritual elegancia del pueblo que rie y contiene las lágrimas.
Cabeza inicial del estilo levantino es, sin duda posible, la taranta. Cante largo, duro, áspero y viril, sin más influencias en sus génesis que las del fandango -pese, a que algunos tratadistas aseguran, que desciende de las rondeñas y jaberas-, la taranta es, el cante minero por excelencia. Nacida en las cuencas mineras más inhóspitas, la taranta refleja en sus tercios atormentados, en sus desgarrados trenos, el sobrehumano esfuerzo, y la terrible fatiga de sus cultivadores primeros.
Cante muy cromático, y, por lo tanto, muy expresivo, rítmicamente se canta un poco "add libitum" del cantaor, sirviendo la guitarra como apoyo tonal y de mantenedora del ritmo. Posiblemente en sus iniciaciones como cante la taranta se sujetase a una más ajustada medida, ya que es casi seguro que fueran los cantaores de grandes posibilidades vocales -el Alpargatero, el Canario y otros- los que, para su lucimiento, alargando los tercios y las frases con toda clase de florituras, terminaran deformando la exacta fisonomía del originario compás.
Nacida de la taranta, y con ciertas inflexiones de la malagueña, la cartagenera puede muy bien situarse emotivamente entre aquellos dos cantes. Su melo es mucho más lineal y diatónico que el de la taranta, y por ello no produce tan exacerbada tirantez expresiva y también es menos ácida y bronca. Y no es que la cartagenera no se desenvuelva en un clima de auténtica creación flamenca, sino que en fondo de su dolorida queja late una tenue luminosidad, una esperanzadora claridad, en la que se presenta ineludible y salvadora la influencia mediterránea.
En la cartagenera ya no se trata sólo, como en la taranta, de la eclosión arrolladora e inaudita de los sufrimientos encerrados en la agotadora tarea minera, sino que discurriendo por los viejos caminos tartaneros, entre el polvo y el calor del sol levantino, encuentra los cauces de una expresión más dulce y suave: los cauces que separan la turbia e inhumana entraña minera del tibio horizonte del Mediterráneo.
El origen fundamental de la verdial hay que buscarlo en el fandango. Seguramente en su primitiva forma no sería otra cosa que un fandango bailable -compás de tres por ocho, movimiento moderado-, que en las estribaciones de El Chorro, de Teba y de Carratraca, y del término del que tomó el nombre, viviendo a diario en las gargantas de los hombres del campo, fue adquiriendo poco a poco ese dejo característico malagueño que lo diferenció, le dio personalidad y terminó por darle también carta de naturaleza como cante autónomo. Pero debe citarse al gran Juan Breva -el que, según expresión de Lorca, "igual que Homero cantó ciego"- como el verdadero creador de la verdial cantada, esto es, sin otra finalidad que la propia voz, sin destino de baile.
El fúe el que compuso muchas de sus letras y el que, cantándola continuamente en público, le dio popularidad e importancia. Así, el gran corazón flamenco de Juan Breva encontró el ideal cauce por el que expresar con voz propia su esencia malagueña.
El estilo de las verdiales es claro, casi luminoso, y su melos es directo y sin grandes retorcimientos; estas son las características heredadas del fandango. Por otra parte, de las influencias de las tierras malagueñas, le llega una dulzura blanda, como una pena resignada, y que es en la copla la gota de emotividad dolorosa que todo cante flamenco contiene.
Así, las verdiales, fandango malagueño, es un cante hondo y ligero a un tiempo, que interpreta y expresa bien el espíritu y ambiente, la matriz y las influencias en que nació, y del cantaor que lo cultivó primero.
Puede decirse también, sin riesgo a grave error, que la verdial, o fandango verdial, ha sido el módulo primigenio y nutricio de todos los cantes que se agrupan dentro del común enunciado de estilos malagueños.
Federico García Lorca decía que la malagueña era: "de gentes con el corazón en la cabeza!..."
La malagueña, que tiene el mismo ritmo y la misma estructura del fandango o verdial de que procede, fue uno de los cantes preferidos de los cantaores del siglo XIX. El Canario, la Rubia, el Niño de San Roque, Concha la Peñaranda, el Alpargatero, Juan Breva, Chacón, la Trini, Fosforito y otros astros menores hicieron del cante malagueño su bandera, poniendo cada uno en el estilo facetas nuevas, diferenciadoras de su personalidad. Entre estos prodigiosos especialistas de la malagueña, tiene un sitio muy destacado Enrique el Mellizo. Tanto, que dio a la malagueña un nuevo estilo; el estilo que hoy se conoce como malagueña del Mellizo. ¿Y en qué consisten estas malagueñas? Muy sencillo; en que el Mellizo aglutinó a su cante algún tercio del Polo de Tobalo.
En España, era costumbre el que en las noches primaverales los mozos casaderos del lugar hicieran serenata delante de las ventanas o balcones de las mocitas. Así ocurría en los pueblos de Aragón, donde la alegría sonora de las rondallas de las guitarras recorrían las callejas llena de jota aragonesa. Así también sucedía en Andalucía y Levante donde, por ejemplo, en pueblos sevillanos, granadinos, cordobeses y malagueños se ofrecia tal tipo de rondas, pero con una salvedad; no se hacían grupos de voces e instrumentos, sino individualmente. El andaluz generalmente era pudoroso en sus manifestaciones emotivas, así, no era difícil ver la sombra del hombre con la guitarra, cantando a su amada. De esta costumbre, surgió en Andalucía, segun la afirmación de algun teórico, la rondeña, al igual que en Levante el taranto.
Este cante, al que la mayoría de comentaristas proclaman como hija del fandango, mientras que otros menos la exaltan como matriz de los estilos amalagueñados, se diferencia del trance de los cantes grandes -hechos para llorar penas y no cantar esperanzas-, ni tampoco de los cantes de baile -llenos de tercios de juerga y treno. Este cante, asume un acento nuevo, sobre todo lírico, sin nostalgia, dejando hablar al corazón enamorado.
La jabera es uno de los más antiguos cantes dentro del estilo malagueño, uno de los de más solera expresiva y, sin embargo, uno de los que menos cultivan los cantaores. ¿Por qué este olvido?
Una de las muchas cosas difíciles de explicar en el cante andaluz sea el porqué de la adversión que los cantaores de una época sienten hacia un estilo o cante determinado, no prestándole atención, no cultivándolo y haciendo con ello que caiga en desuso y en olvido. Algunas veces este desvío está en parte justificado por las dificultades que aquel cante encierra o porque no hay fuentes y antecedentes puros y legítimos en que basarse para el aprendizaje del estilo. Pero en otras ocasiones la motivación no se apoya en la comodidad del cantaor o en sus gustos personales. Tal puede ser el caso de esta jabera, que, aunque larga y difícil, es un cante de produndo acento andaluz y de emotividad directa, con verbo amalagueñado, con la seria y rítmica gracia de los cantes que descienden en línea recta del fandango. Pocos, casi ningún antecedente histórico o anecdótico se tienen de la jabera. Sus orígenes son iguales a los de la malagueña y la rondeña, y posiblemente su nacimiento coincide con aquéllas en la época, y también como aquéllas han tenido un puro desarrollo, sin concomitancia gitana. Fué el Mimi uno de los primeros grandes especialistas de la jabera, y tras él hicieron legión los continuadores del estilo. Pero entre éstos debe destacarse el Chato de Jerez, que se erigió en su principal propagador, y que fué su feliz introductor en Madrid.
La media granaína, que por su nombre debería ser oriunda de Granada, procede, sin embargo, del antiguo fandango -verdial-, que, como antes hemos visto, tuvo gran cultivo en las serranías de Ronda y Málaga, y por las que llegó posiblemente hasta la ciudad de Granada. Por ello, la media granaína se incluyen en los estilos malagueños. Cante de línea melódica clara, en la que el floreo de la voz sirve de puente a los cambios de tonalidad, tiene en la granaína completa su hermana mayor; esta granaína entera se diferencia de la media en que agranda y alarga considerablemente el tercio terminal, realizando una difícil y bella modulación para concluir.
Alboreá, Andandito, Arabica, Arriera, Bambera, Bandolá, Bezanera, Bolera, Cabales, Cachucha, Calesera, Campanilleros, Canastera, Caña, Caracoles, Caravana, Chufla, Danzón, Endecha, Farruca, Galera, Gañana, Garrotín, Giliana, Huertana Ida y vuelta (vidalita, milonga, guajira, rumba, colombiana, habanera, danzón, punto cubano y triste, colombiana), Jabegote, Jabera, Jacara, Jaenera, Jaleo, Jarcha, Juguetillo, Juncal, Lamento minero, Levantica, Liviana, Lorqueña, Macho, Madrugá, Manchegas, Marengos, Mariana, Marina, Mayo o maya, Minera, Mirabrás, Mojiganga, Morería, Mosca, Mulera, Murciana, Nana, Olé, Pajarona, Palmarés, Panaeras, Petenera, Pintera, Pisa, Playera, Policaña, Polo, Praviana, Pregón, Retorneás, Roás, Romalíes, Romance, Romera, Rondana, Rondeña, Rosas, Serenata, Serrana, Sexta, Sombrerito, Tana, Tanguillo, Temporera, Tirana, Tonás, Torrijos, Trilleras, Triste, Verdiales, Villancico, Zambra, Zángano, Zapateado, Zarandeo, Zarandillo, Zéjel, Zorongo
© Golem. 1997. All Rights Reserved.